El milagro eterno de la Literatura

Fernando Savater

Los pronósticos no son optimistas: el lector parece ser una especie en extinción. Pero en el pupitre de una remota biblioteca pública renace el hechizo...

 
 

 

Constantemente oímos las noti­cias más dramáticas acerca de la lectura: los jóvenes no se interesan por ella, los mayores ya no tienen tiempo de practi­carla, en los países avanzados se ha convertido en una extravagancia y en los mal encarados por el atraso en un deporte de riesgo. Ayer se decía que los libros amenazaban la supervivencia de los bosques, pero hoy la repoblación forestal parece más factible que repoblar el mundo de lectores. Porque lo más curioso es que libros sigue habiendo, incluso se multiplican de manera casi cancerosa: pero a esa metástasis no corresponde un aumento paralelo de usuarios ilustrados y devotos. Borges dijo que los buenos lectores son cisnes negros aún más raros y preciosos que los buenos escritores. Podríamos confor­mamos ahora con lectores regulares, siempre que fueran algo más crítico y apasionadamente jubiloso que meros consumidores de best-sellers o coleccionistas de esas enciclopedias culinarias que regalan con los diarios. Pero quizá ya ni a eso podemos aspirar, nos dicen los augures más tenebrosos. Quizás el peor de ellos sea Stanislaw Lem, el gran autor de ciencia ficción, que ha formulado la siguiente Ley de Lem: "Nadie lee nada; si lee, no comprende nada; si comprende, lo olvida enseguida".

Aunque pertenezco al desacreditado batallón escéptico de quienes desconfían de toda forma estruendosa de Apocalipsis (sea la muerte del libro, la muerte del hombre o la muerte del arte) a veces tantas proclamas descorazonadoras me hacen cierta mella. De modo que fue con un ánimo más bien decaído como acompañé hace unas semanas a la ministra de Educación de Colombia en la visita que me propició por las grandes bibliotecas públicas que en los últimos años se han inaugurado en Bogotá.

Me es imposible no sentir hasta emoción ante las empresas culturales realizadas contra viento y marea en Colombia, luchando por convertir en noticia de primera plana libros y reflexiones abiertas a todos en lugar de los habituales titulares de masacres o extorsiones. Sin embargo, como se habla tanto Y tanto de la decadencia de la lectura, esa tarde acompañé casi con desánimo escéptico a la ministra en nuestra visita a las bibliotecas bogotanas. ¿Acaso pue­den nacer y crecer lectores en circunstancias dramáticas, entre el terror impuesto por los feroces y el otro miedo, constante y no menos feroz a la miseria? Las grandes bibliotecas que visitamos en la capital colombiana son admirables: por su arquitectura amplia y luminosa, por su funcionalidad bien organizada que no repele ni obstaculiza el acceso a sus servicios, por la amable entrega del personal. Representan y defienden lo que cualquier espacio dedicado a los libros debe ser: un jardín de civilización en la jungla despiadada que la niega o la ignora. Las recorrimos con creciente entusiasmo. Dos de ellas están situadas en los barrios del sur de la ciudad, los más abruptos. Y fue en la cafetería de una de ellas, cuando hici­mos un alto, donde por fin encontré lo que yo buscaba: el verdadero lector, auténtico, entregado y solitario.

Era gordito, supongo que algo miope y permanecía absorto en una mesa cerca de la nuestra. Podía tener trece o catorce años: yo sé lo que significa, créanme, leer de ese modo y a esa edad. En sus manos, sobre todo en sus ojos, atesoraba un tomo de El señor de los anillos. Nada se oía, pero yo lo oí todo al verle leer: las bromas de los Jwbbits, las palabras serenas de Gandalf, el lúgubre cabalgar de los Nazguls, el roce etéreo de los elfos... Era el milagro eterno de la literatura: la fábula heroica inventada en Oxford por un remoto erudito que contaba peripecias sucedidas en una tierra mágica y mantenía en suspenso, fuera del tiempo y dentro de la vida, a un adolescente de ese arrabal situado en otro continente. Nada podía distraerle, nada podía robarle la fuerza que le llegaba desde la página en la que se hallaba refugiado. Gozaba y sufría, a la vez inmensamente libre y voluntariamente sumiso. ¡Nada menos que un lector! Y entonces supe que en esa hora, ese mismo día, en otras latitudes, debía tener numerosos compañeros y cómplices. Al acordarme de la legión condenada de los pesimistas, no pude por menos de sonreír...

 

 

 

Texto extraído de la

Revista Viva 19 - 06 - 05

 
     
 

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