Redoblar la apuesta con pasión y creatividad

Cada vez que un profesor de secundaria echa a rodar en su clase un texto literario se produce un clima de incertidumbre expectante: ¿cómo será recibido?; ¿se aburrirán? Y del otro lado: "¿Para qué sirve leer literatura, si es todo mentira?"; "¿volveremos a leer ese autor que me gustó tanto?" Todas las preguntas son posibles y es bueno darles lugar.

 

En los últimos años los profesores hemos llevado hasta sus últimas consecuencias nuestras preguntas por el sentido de enseñar literatura y a veces hemos caído en el abismo de cierto descreimiento o en la seducción de cierto pragmatismo: "¿Para qué insistir, si no les va interesar?"; "están en otra cosa, con esto de las nuevas tecnologías", o "mejor que aprendan a escribir un currículum vitae para pedir trabajo". Ahí donde se producen esos enunciados, el más cruel determinismo social excluye a miles de jóvenes de esa oportunidad que acaso sólo la escuela puede darles: la de atravesar una experiencia potente, la de reconocer unos mundos posibles, la de entrar en confianza con objetos materiales únicos y valorados por muchos: los libros.

Nuevos caminos
 

Quizá sea tiempo de revisar algunas certezas, de no dejarnos llevar por algunas sensaciones y de inventar nuevos itinerarios. Tensionado entre sus creencias más arraigadas acerca de los valores que encierra la lectura literaria y las escenas de desaprensiva indiferencia o rechazo hostil, el profesor se pregunta una y otra vez cómo enseñar literatura y en ciertos días sale con entusiastas convicciones y nuevas confianzas.

 

Hace poco, apenas iniciadas las clases, los alumnos de una escuela secundaria de la Ciudad de Buenos Aires eran interrogados por su profesor acerca de si alguna vez se habían convertido en insectos. La inquietante pregunta era el preámbulo a la lectura de La metamorfosis de Kafka. Desde ese acicate eficaz (todos los textos nos invitan a hacernos preguntas inquietantes) la clase se convirtió en una tertulia de jóvenes asombrados de cómo era posible ir más allá del texto y convertir su lectura en una sustanciosa conversación.

 

Una colega que trabaja en el Gran Buenos Aires me contaba cómo logró que sus alumnos quedaran subyugados ante un cuento de García Márquez gracias a que ella recurrió a sus dotes histriónicas aprendidas en un taller de narración oral. Desmontó así el prejuicio arraigado en la escuela secundaria de que narrar o leer en voz alta es asunto de los chicos de la primaria.

 

Otra colega de la misma zona, cansada ya de proponer las mejores consignas de lectura y escritura, irrumpe con un texto de Alejandra Pizarnik ( Yo y la que fui nos sentamos / en el umbral de mi mirada ) y desafía a un grupo de jóvenes atravesados por una vida de privaciones, abandonos y violencias. Chicos y chicas participan de una conversación en la clase donde se instala un lenguaje cercano a la hipercorrección como el modo necesario para poder referirse a tan impactante escritura.

 

El aula de secundaria como espacio para la lectura y la escritura de literatura recupera su sentido cada vez que uno de nosotros redobla la apuesta. Del otro lado, expectantes, hay otros que piensan: "Veamos de qué se trata".

 

 

Por Gustavo Bombini
Para LA NACION

26/03/07

Gustavo Bombini: es doctor en Letras y profesor de Didáctica de la Lengua y Literatura en la Universidad de Buenos Aires.

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