La narrativa de aventuras y la
literatura juvenil
MANUALES PARA ASOMARSE AL MUNDO 
Prof. María Cristina Alonso
Contar una historia
es, en cierta manera, iniciar un viaje. Ricardo Piglia dice que sólo hay
libros que cuentan un viaje o una investigación.
Escritor y lector inician, en momentos distintos, un peregrinaje hacia un
mundo desconocido: el del texto. Se instaurarán dos tiempos: el tiempo del
escritor en el que construye su historia, el tiempo real de la escritura que
puede llevarle meses o años, y el tiempo del lector que, a través del
lenguaje, visita esos mundos, restituye el sentido a esa historia, la
completa, la reconstruye con sus propias vivencias.
En esa bifurcación
del tiempo, la literatura quizá plantee su máxima ambigüedad, su absoluta
falta de límites, su desborde de fronteras. Es en ese territorio, en ese
espacio impreciso, donde ocurre la verdadera aventura, el instante en el que
la historia atrapa y es atrapada por el lector. En estas cuestiones pienso
al querer definir la relación que se ha establecido entre la novela de
aventuras y el público juvenil que ha sido no siempre su destinatario
inmediato pero si, su consumidor más persistente.
La aventura y el
viaje están en los comienzos de todos los relatos: los encontramos en la
Odisea, en el Quijote, en Robinson Crusoe, en los Viajes de Gúlliver. La
mayoría de estas historias responden al género novela, un género que se ha
vuelto indestructible a lo largo del tiempo hasta tal punto que, cuando se
habla de literatura juvenil -la que abarcaría esa franja etaria que va de
los 12 a los 18 años- se piensa, inevitablemente, en la narrativa y, sobre
todo, en la novela.
.
Porque las novelas
de aventuras son la esencia misma de la ficción. La aventura, como dice Juan
Sasturain en su estudio sobre El Eternauta,
está asociada prejuciosamente al pecado de evasión y al entretenimiento.
Como si escribir o leer aventuras estuviera automáticamente descalificado.
Sin embargo, la aventura no es un género sino un componente estructural en
todo relato, de este modo aventura se asimila a peripecia, a lo que sucede,
a la acción.
¿Pero qué es la
aventura? La a-ventura sería lo contrario de la ventura, lo que se
contrapone a la rutina, a lo cotidiano. La aventura es el lugar del héroe,
lo que le permite desafiar el riesgo y enfrentar al peligro. Por lo
tanto, no es extraño que estas historias sean las que más ha consumido el
público juvenil, e incluso que se apropiara de ellas aun cuando inicialmente
no le estaban destinadas.
Cuando el niño se
transforma en adolescente, se va alejando de la fantasía, va abandonando la
pasividad imaginativa e intenta introducirse en el mundo real de una manera
más activa. Las novelas de aventuras aportan esa cuota de adrenalina que
parece ser tan necesaria en la adolescencia, época en la que se tiende a una
identificación con el protagonista. En el espejo de estos textos, los héroes
tropiezan con todo tipo de dificultades, tienen que vencer al monstruo, al
dragón, escapar del infierno, llegar a brazada limpia a la orilla después
del naufragio, pelear contra un ejército entero o contra los molinos de
vientos, soportar inconmovibles el canto de las sirenas o escapar de la
celda más oscura del castillo y –además- conquistar a la muchacha o llegar
victorioso a la patria.
El joven que lee
llega a la última página con el héroe hecho hilachas pero victorioso. La
vida no se resuelve como en la literatura, no es fácil ser un héroe en la
vida real y -acaso lo hayan sospechado los jóvenes lectores de todas las
épocas- la felicidad en las páginas de los libros tampoco es demasiado
duradera. ¿No envejecerá Ulises y se convertirá en una carga para Penélope y
el pobre Telémaco que tanto lo anduvo buscando? ¿En qué clase de hombre se
transformó Jim Hawkins después de volver de la isla del tesoro cuando supo
que la aventura también tenía su costado amargo y decepcionante?
Si hay una etapa en
que es necesario pasearse por el mundo de la imaginación a bordo de
cualquier cosa es, precisamente, en la juventud. Y esos viajes nunca se
olvidan. Dice Ema Wolf en un artículo dedicado a la literatura de
aventuras:”A los libros de aventura les debo mi condición de lectora. (...)
Si alguien me hubiera dicho entonces que eran libros de evasión, no lo
habría entendido. Eran libros de conocimiento. Manuales para asomarse por
primera vez al mundo(...) El amor, la fraternidad, el coraje, la lealtad sin
límites estaban allí, intactos (...) En los libros de aventuras estaban
también las palabras más hermosas. El repertorio de la marinería, del
desierto, del tocador de las damas francesas, de la jungla, de los ladrones
de caminos. Nadie había expurgado esas páginas de palabras difíciles.
Estaban todas al alcance de la mano, como pequeñas cajas cerradas, secretas,
valiosas. No necesitábamos diccionarios: las atrapábamos en su propia
guarida. “
Pero volvamos a la
primera idea, la de que toda aventura también es un viaje. Fernando Savater,
en su libro La infancia recobrada, define el género de esta manera:
“El ochenta por ciento de las aventuras reviste explícita o implícitamente
un viaje, desglosable siempre con suma facilidad en pasos hacia la
iniciación. El esquema es obvio: el adolescente, todavía en el ámbito
placentario de lo natural, recibe la llamada de la aventura, en forma de
mapa, de enigma, relato fabuloso, objeto mágico..., acompañado por un
iniciador, figura de energía demoníaca a quien juntamente teme y venera,
emprende un trayecto rico en peripecias, dificultades y tentaciones, debe
superar sucesivamente pruebas y, finalmente, vencer a un monstruo o, más
generalmente, a la Muerte misma; al cabo renace a una nueva vida, ya no
natural, sino artificial, madura y de un rango delicadamente invulnerable.
El viaje es siempre
visto como algo significativo desde la sabiduría épica: para el narrador
nunca se peregrina en vano. No se vuelve igual de la isla del tesoro, ni
desde el centro de la tierra, ni de los mundos desconocidos. El viaje
siempre es una iniciación en un saber que antes no se tenía. Se pone a
prueba la audacia, se experimenta el riesgo, el vértigo. El regreso implica
traer una mochila más pesada, se ha conocido el dolor, pero también se
experimenta el triunfo, que no es otra cosa que el crecimiento.
De esta manera, desde los textos ficcionales más antiguos que se conocen,
contar es siempre contar un viaje, es narrar la experiencia del viaje en
busca de historias. Con el paso del tiempo, la literatura fue complejizando
esta concepción, pero la misma persiste como una matriz. Viajes que, a
veces, sólo se hacen con la imaginación. La literatura está llena de
viajeros, porque el viajero, a lo largo del camino, encuentra una verdad y
también se adueña de una nueva mirada sobre el mundo.
Aunque desde la Grecia clásica pueden
encontrarse interesantes antecedentes de la literatura juvenil de aventuras
(textos literarios dirigidos al cultivo del intelecto y la sensibilidad),
sólo desde finales del siglo XIX, cuando comienza a hablarse de la
adolescencia como una etapa con peculiaridades psicológicas, hay ejemplos
claros de obras dirigidas específicamente a este público: Así, no sólo Defoe
o Swift, también Wells, Chesterton, Stevenson, Twain, Burnett, Alcott,
Burroughs, Doyle y muchos otros han constituido durante años el patrimonio
literario del adolescente.
En estos clásicos
juveniles, podemos encontrar ciertos rasgos comunes que los han convertido
en lectura predilecta de varias generaciones de adolescentes: Es cierto que
muchos de estos autores no escribieron para niños pero sus obras fueron
apropiadas por ellos porque tenían algunas de las claves que les
interesaban. Entre ellas, el viaje iniciático. La isla del tesoro,
de Stevenson, o las novelas de Julio Verne no son sino viajes iniciáticos.
Sin embargo, uno de
los primeros antecedentes en el que la aventura y el viaje se unen en un
libro destinado a los jóvenes data del siglo XVII. En 1689, Fenelon se
convierte en preceptor de los tres hijos del Delfín, y sobre todo del más
difícil de los tres que parece haber sido el Duque de Borgoña. En pos de
narraciones que puedan interesarle a su joven alumno encuentra un tema: el
viaje de Telémaco en busca de su padre, y así escribe Las aventuras de
Telémaco, libro en el que compendia todo su saber geográfico, económico
y moral. Allí ya están los condimentos de la aventura: un naufragio, el de
Telémaco que arriba a la isla de Calipso en compañía de Minerva, que se
presenta disfrazada bajo el aspecto de un anciano, Mentor. Y, mientras
Calipso reconoce en Telémaco al hijo de Ulises, de quien ha quedado
enamorada, se dispone a escuchar el relato del joven sobre su viaje a Pilas
y a Lacedemonia. Un tiempo instalado en otro tiempo, el relato del naufragio
y el tiempo de la historia que cuenta Telémaco. De esta manera comienza el
rapto del lector hacia esos mundos donde suceden las peripecias.
Otros náufragos famosos harán el deleite del público juvenil. En 1719
aparece el Robinson Crusoe de Daniel Defoe, y en 1726, Los viajes
de Gulliver, de Jonathan Swift, dos obras que entran a formar parte de
la literatura subterránea de los niños, fascinados por esos textos que, más
allá de sus complejas ideas sobre la condición del hombre, hacen de Robinson
y Gulliver dos héroes insuperables, dos héroes enfrentados con la aventura
absoluta. Por lo demás, proliferaron versiones y adaptaciones, traducciones
de traducciones, no siempre felices.
Con Robinson, Defoe utilizó la ficción para
profetizar sobre los procesos económicos y sociales del momento histórico.
Es más, Robinson Crusoe ha sido considerado el perfecto símbolo del hombre
económico, resultado de la sociedad moderna, llegando a verse incluso como
el prototipo del joven precapitalista inglés, cuyo pecado radica en no estar
nunca conforme con lo que tiene y siempre querer más. Sin embargo, el lector
juvenil leyó en él las virtudes del héroe que
atraviesa pruebas en la soledad y casi al borde de la locura, capaz de
volver a su patria invicto y acompañado por el fiel Viernes.
Con Gulliver, Swift quiso amargarnos la
vida. Con su duro sarcasmo, el escritor irlandés flagela a la humanidad
mostrando la soberbia y la ambición sin límites de sus congéneres. Pero
también Gulliver, además de decirnos que somos espantosos, atraviesa mundos
fantásticos, seres pequeñísimos y gigantes, y se queda con los caballos,
seres pensantes y racionales.
Los viajes de Gulliver, sombría
novela que, si bien fue objeto de apropiación por el público juvenil, es
mucho más que un relato de aventuras, es una reflexión desgarradora sobre la
condición humana. Para Gulliver, después de su largo viaje lleno de
experiencias extraordinarias, visitando reinos y civilizaciones exóticas,
acaso más justas que las europeas, el retorno parece imposible. Pero vuelve
porque, dice el navegante: “¿quién no se siente arrastrado por sus fobias y
por su parcialidad hacia el lugar en el que se ha nacido?”
Toda la literatura de aventuras girará en torno a los tópicos que estos dos
geniales autores imprimieron a sus héroes: la soledad, los obstáculos a
por vencer, los mundos desconocidos, la confrontación con la naturaleza.
Estas
dos obras tienen en común el tema del viaje extraordinario, como también
estaba en el Telémaco de Fenelon. En el siglo XIX será Julio Verne el que
retomará el tema de los mundos desconocidos que, al decir de Michel Butor
permiten alimentar, de la manera más concreta posible en el niño, la
representación de un mundo exterior a los padres, de un mundo desconocido
para estos.”
Es que
las novelas, y mucho más las de aventuras, nacen de la insatisfacción, de
ese desacuerdo que el escritor siente con el mundo. Tal vez por eso, este
género nos lleva de paseo a donde nunca podremos ir. Ese quizá sea el
mayor éxito que este género ha obtenido en el público juvenil. El lector
adolescente recoge el guante y sale al aire puro de la imaginación y a vivir
en otro tiempo que es diferente del real. Vargas Llosa
señala de esta manera el origen de la literatura: ”Los hombres no están
contentos con su suerte y casi todos –ricos o pobres, geniales o mediocres,
célebres u oscuros– quisieran una vida distinta de la que viven. Para
aplacar –tramposamente– ese apetito, nacieron las ficciones". Pero, sin
embargo, esto no significa –agrega el escritor– que la novela sea
sinónimo de irrealidad: "No se escriben novelas para contar la vida sino
para transformarla."
De esta manera, el novelista es el mediador entre el deseo de aventura del
lector y su concreción en las peripecias del héroe. El novelista es el que
imprime en la mente del lector esas escenas que quedarán para siempre en el
imaginario colectivo. Stevenson, que escribió una novela de viajes y piratas
memorable, La isla del Tesoro, pensó en la forma con que él construía
su mundo ficcional: ”Los hilos de un relato se entrelazan cada tanto y
forman un diseño en la trama; los personajes adoptan cada tanto una actitud,
los unos ante los otros o ante la naturaleza, que graba el relato en la
memoria como una ilustración. Crusoe retrocediendo ante la huella de un pie,
Aquiles gritando contra los troyanos, Ulises doblando el enorme arco, cada
uno de ellos es un momento culminante de la leyenda, y cada uno quedó
impreso en el ojo de la mente para siempre. Podemos olvidarnos de otras
cosas; olvidaremos las palabras, por bellas que sean; olvidaremos el
comentario del autor, aunque haya sido ingenioso y exacto, pero estas
escenas memorables, que ponen la marca definitiva de la verdad en un relato
y colman, de una vez, nuestra capacidad de goce simpático, las adoptamos de
tal modo en el seno de nuestra mente que ya nada podrá borrar o debilitar
esa impresión. Es esta, pues, la función plástica de la literatura: dar
cuerpo a un personaje, pensamiento o emoción en algún acto o actitud que
impresione de manera notable al ojo de la mente “
Si de
aventuras se trata, a veces vida y escritura se juntan. Chesterton señala en
un ensayo dedicado a Stevenson que, si bien fueron los jóvenes los que se
solazaron con las aventuras narradas en La isla del tesoro, el que
más las disfrutó fue el escritor escocés, cuando hizo su propio viaje a los
mares del Sur, ya no metafórica sino físicamente, y encontró en Samoa su
isla soñada.
En la Argentina, durante el siglo XX,
las historias de aventuras dejaron de situarse en la Malasia, Singapur o
África negra para suceder a la vuelta de la esquina, cerca de la propia
casa, en un espacio conocido. Esta es la operación que hace Oesterheld en su
historieta El Eternauta, publicada en la revista Hora Cero en
1957, con el guión de Héctor Germán Oesterhedl y dibujos de Solano López. En
ella se cuenta también un viaje y su personaje es un viajero que viene del
siglo XXV, Juan Salvo. Ha visto mucho –demasiado- y sólo tiene una meta:
reencontrarse con su mujer y su hija. Entonces se corporiza frente al
guionista y narra. Narra el espanto, narra la invasión de los “Ellos”, esos
seres de otro planeta que nunca aparecen dibujados, porque el mal -en esta
historia- parece no tener forma. Y la historia no ocurre en el Londres de
Wells o en la Nueva York o Los Angeles de la Ciencia Ficción de moda en
los años 50. Sucede en nuestro Buenos Aires. Comienza en una casa del barrio
de Vicente López donde cuatro amigos juegan al truco. Ahí, en una noche
cualquiera de un invierno de 1959, comienza la nevada mortal y también se
inicia la aventura.
Oesterheld es, para muchos críticos, el
mejor escritor de aventuras de la Argentina. Su idea de la aventura es
completamente original, rompe con el modelo del héroe individual que sólo
rescata a la muchacha o evita una catástrofe. Oesterheld concibe al héroe
colectivo, un héroe que juega en grupo, que suma individualidades para
responder a las peripecias. Y el enemigo ya no es un estereotipo, es una
fuerza que sólo se manifiesta a través de sus esclavos que son seres
oprimidos y que no persiguen un objetivo en sí mismo.
También es bueno apuntar que las
aventuras en los guiones de este autor siempre terminan mal, se trastruecan
los conceptos de victoria y derrota porque lo que se plantean son las
contradicciones existenciales.
Esta historieta fue clave para los
jóvenes que la leyeron en la década del 50, pero sigue vigente para los
lectores del siglo XXI porque es de esas historias que se iluminan para
atrás -como señala Juan Sasturain-.
Oesterheld cuenta, veinte años antes, en clave de ciencia ficción, una
asombrosa historia que anticipa el país cercado por el horror de la
dictadura militar de los años setenta, cuando ya su autor, Héctor Germán
Oesterheld, era un desaparecido más.
El tema de la
invasión, tan transitado en la literatura de anticipación, ofrece aquí otras
lecciones. Los héroes de Oesterheld no son seres superiores, sino argentinos
normales, gente común que se enfrenta con un enemigo que casi es
innombrable, se enfrenta con el mal. El mundo parece estar en equilibrio. La
gente va a su trabajo, al cine, realiza sus tareas cotidianas. Pero, de
pronto, algo que viene desde el exterior pone en peligro la paz del planeta.
Es la invasión, la amenaza extraterrestre, es la confirmación de que no hay
armonía que dure, de que el enemigo siempre está al acecho y los hombres,
siempre indefensos, en este mundo insignificante perdido en el universo.
Así se contó, desde los primeros tiempos
de la ciencia-ficción, la amenaza absoluta, la fragilidad de la tierra
frente al otro, al desconocido que viene, casi siempre, para destruir y
someter. H. G.Wells narró esta situación límite en un libro que aún hoy se
lee con inquietud, La guerra de los mundos. Una invasión a Inglaterra
por los marcianos, con derrota final de los invasores incluida.
Desde entonces, las novelas, el cine y
la historieta se empeñaron en reeditar una y otra vez esa situación
espeluznante. En muy pocos casos, los invasores venían en son de paz, con
fines altruistas. Oesterheld, en El Eternauta, la contó otra vez,
pero en su ficción no hay una fe ciega en la capacidad del ser humano para
salir airoso de las asechanzas del espacio. La historia termina mal, pero
rescata -como no lo hacían las historietas en boga- la solidaridad de los
héroes anónimos que aúnan sus esfuerzos para sobrevivir.
Es que Héctor
Germán Oesterheld tiene confianza en el héroe colectivo. Él decía que
siempre le había fascinado leer Robinson Crusoe, novela escrita por Daniel
Defoe en el siglo XVIII, y que El Eternauta era su versión de ese
relato. Pero en El Eternauta, el héroe verdadero es el héroe
colectivo, el hombre “en grupo”. Aquí está el nudo de lo que debemos
destacar en este libro. La idea que puede trasladarse al mundo de hoy. Un
mundo en el que ya no son los extraterrestres la amenaza, sino la miseria,
la desigualdad, la corrupción, la violencia, que parecen haber trastocado
todas las relaciones sociales.
Al comienzo
decíamos que contar es iniciar un viaje, y en esta historia, la condición de
viajero del tiempo de su protagonista es el mecanismo que posibilita el
relato. Juan Salvo, convertido en un viajero infinito, cuenta al guionista
una historia que aún no sucedió.
En definitiva, el
relato empuja a la aventura, se viaja para contar. Después vendrá el otro
viaje, el del lector. Porque, como dice Bioy Casares, "La impaciencia es un
mal que aqueja a los viajeros. Si uno anda, quiere llegar, y si ha llegado,
muy poco después quiere partir. ¿Dónde está, pues, el placer del viaje? Como
el de tantas cosas, en la mente, en el recuerdo".
Vargas Llosa, Mario, La verdad de las
mentiras, Madrid, Editorial Seix Barral, 1990
Sasturain, Juan, Op cit.
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