La pequeña hada

Carmen Sánchez

Charo Bolívar

 

A Claudia no le gustaba levantarse por las mañanas y pensar que tenía que ir al colegio. Casi siempre apuraba hasta el último minuto en casa, peinándose perezosamente o alargando hasta el infinito las últimas gotas del vaso de leche del desayuno. Al final su madre le estiraba del brazo apremiándole a correr.

–Tienes ya ocho años – le gritaba –. No puedes continuar comportándote como una niña pequeña.

Después tenían que correr durante todo el camino sin poder decir una  palabra. En la entrada del colegio estaba la parada de autobús en el que la veía alejarse para ir al trabajo. Se quedaba sola delante de la enorme puerta, con barrotes de hierro. La empujaba con mano temblorosa y atravesaba el patio que daba paso al edificio gris y siniestro con paredes repletas de ventanas haciendo hileras. Un cosquilleo nervioso se  instalaba en su barriga.

Estaba harta de soportar las bromas pesadas de sus compañeros, los malos humores de la niña que se sentaba en su mismo pupitre y la miraba con cara de suficiencia, propinándole patadas por debajo de la mesa; emborronándole los ejercicios y acusándola de oler mal, haciendo que todos se alejaran de ella. Había intentado decírselo a algún profesor pero Maria, aquella niña, era una alumna ejemplar. Delante de los adultos usaba sus mejores armas de seducción regalándoles dulces sonrisas. Por eso nunca hacían caso de las quejas de Claudia a la que ya comenzaban a ver como una niña rara.

– Peleas de niños sin importancia – acababan diciendo los profesores.

–  Claudia has de ser mas comunicativa, tus profesores  dicen que te aíslas – decían sus padres que nunca tenían tiempo de nada, ni siquiera de escucharla.

Miraba a sus compañeros correr por el patio alegres y se preguntaba porqué ella no podía hacerlo; al acercarse para jugar comenzaban las burlas y las miradas insidiosas.

Claudia se fue convirtiendo en una niña triste y pálida sin que nadie hiciera nada por evitarlo.

Un día el profesor de lengua se puso enfermo y tuvieron que llamar a otra persona para que ocupara su puesto. La nueva profesora era una mujer afable, aunque un poquito desfasada en su forma de vestir y peinar. Tenía un aire como de pertenecer a otra época y sonreía ampliamente, mientras decía su nombre. Les miró con curiosidad a través de unas gafitas redondas y graciosas que caían de vez en cuando sobre su nariz, cuando  preguntaba el suyo a los alumnos. Los niños contestaron con orden, pero cuando le tocó el turno a Claudia se escucharon voces desde el fondo de la clase poniéndole apodos; ella bajó los ojos deseando que el tiempo pasara deprisa para volver a casa lo antes posible y alejarse de allí.

La maestra a pesar de todo no perdió su buen humor y pareció ignorar aquel hecho.

– Bien chicos les dijo hoy es mi primer día de clase y haremos algo diferente, os voy a contar un cuento, para que así todos nos relajemos un poco y nos conozcamos mejor.

Se dirigió hacia un bolso un poco gastado, de color negro,  que había traído consigo, y sacó un libro con los lomos de las cubiertas raídas de tanto uso y de apariencia antigua. Algunos niños se rieron de su aspecto, resistiéndose a escucharla. Pero la maestra con ese semblante despistado, aunque dulcemente mágico consiguió  conducirles hacia un mundo de ingenio y fantasía:

           

“En las tierras lejanas de Ceres – comenzó la mujer, mirando por el rabillo del ojo a Claudia, que continuaba con la cabeza gacha – habitaban tres hermanas que compartían una bonita cabaña de madera rodeada de tilos, enebros e infinidad de plantas aromáticas y medicinales. Panacea los utilizaba en sus pócimas y ungüentos para tratar de paliar las enfermedades de la tierra de los hombres. En uno de los aposentos guardaba numerosas fórmulas secretas, frascos de procedencia desconocida y perolas de todos los tamaños, en las que preparaba sus brebajes. “

 

         Poco a poco los niños abandonaban su reticencia, algunos apoyaron la cabeza en el brazo abstraídos, otros se ponían muy derechos para escuchar mejor. Claudia levantó los ojos con el semblante triste.

 

“Cuando las brumas grises del anochecer se extendían sobre los bosques y las ramas de los árboles se tornaban tenebrosas, Danna alumbraba las largas noches de invierno a los viajeros perdidos en la tierra de los hombres y les ayudaba a reencontrar su camino, guareciéndoles de bestias salvajes y malos destinos.

         Eos era la más joven. Al amanecer extendía su sonrisa sobre los prados de Ceres cubriéndolos de verdor y disolviendo las sombras. Se vestía con una túnica blanca que resplandecía y se paseaba por todos los rincones del bosque ofreciendo fruta recién cogida a todos los seres que habitaban aquellos parajes. Al regresar a casa encontraba a Panacea enfrascada en sus fórmulas, haciendo complicadas mezclas que rebasaban los calderos.

         – Panacea, cada vez te pareces mas a una bruja  –  le dijo en tono jocoso – estás escondida detrás de esas ollas, apenas se te ve la cara...

         –  Tengo un trabajo muy importante que hacer  –  le espetó   –  yo no tengo tiempo de estar por ahí paseando por el bosque, perdiendo el tiempo con cierto joven que me susurre palabras dulces. La humanidad se muere pequeña Eos y hay mucho que hacer.

         – Reconoce  –  contestó Danna que acababa de entrar en la habitación y lo había escuchado todo –  que no puedes dejar de preparar esos brebajes porque te encanta indagar sobre las cosas extrañas.

         –  Yo solo quiero descubrir un gran secreto...contestó Panacea sin apartar los ojos de su último experimento, añadiendo algún brebaje dentro de una recipiente que comenzaba a rebasar y despedía un humillo denso y azulado     –  necesito descubrir la gran conexión con el mundo de los hombres.

–  ¡Panacea! –  Exclamó Danna sobresaltada – te prohíbo que continúes con esta clase de pruebas. Eos tiene razón cada vez te pareces mas a una bruja.

         Panacea alzó los ojos tras unas pequeñas gafas redondas empañadas del vapor que desprendía su pócima. 

         –  He visto a través del cristal del mundo un lugar gris y sin esperanza al que quiero cambiarle el color –  farfulló mientras miraba sus brebajes con ansiedad.

–  Y yo solo quiero que te olvides de cosas imposibles y peligrosas y que entres en razón – gritó Danna acalorada ante la obstinación de Panacea –. Eso solo nos puede traer infinidad de problemas, no nos podemos inmiscuir en lo que no nos corresponde.

         Eos se escondió rápidamente tras una estantería presintiendo una acalorada discusión entre sus dos hermanas mayores. Estaba acostumbrada a sus continuas peleas pero no por ello dejaban de gustarle. Si se ponían a lanzarse conjuros para que sus palabras tuvieran más fuerza que la de su oponente, toda la casa acabaría patas arriba y los calderos y probetas derramados por el suelo. Era un fastidio que las dos quisieran tener razón en todo. Ella en cambio, se conformaba con serles de ayuda y traerles alegría y dulzura cuando notaba que alguna tenía una preocupación. Pero en los momentos álgidos... era mejor esconderse donde primero pillara.

         De repente algo extraño sucedió; una gran explosión de luz se apoderó de la casa y Eos notó que las paredes y el techo se borraban,  que todo se convertía en un prisma de colores y tuvo que cerrar los ojos para que la luz no la dejara ciega. Escuchó los gritos de Panacea y Danna que la llamaban pero el mundo se perdió de su vista.

         En el rinconcito del bosque, calderos, pucheros y vasijas estaban esparcidos por el suelo y las paredes aparecían negras a causa de la explosión. Panacea y Danna dieron vueltas por la habitación desconcertadas

         –  Panacea ¿Qué ha ocurrido?

         – No sé… el viejo Druida del bosque me avisó que algo funcionaba mal en el mundo de los hombres, me pidió que creara un remedio para ellos, puesto que sus vidas comenzaban y acababan en la más gris de las existencias. Fue entonces cuando me interrumpisteis y calculé mal el extracto de giordaria que debía poner…

         Danna abrió la boca embobada por la explicación que le daba Panacea y recapacitó un instante antes de darse cuenta que algo faltaba.

         – ¿Dónde está Eos?

         Las dos miraron a su alrededor y rebuscaron por toda la casa buscando a su hermana pequeña, no era posible que hubiese desaparecido por arte de magia. Tenía que estar allí con ellas. 

Pero una fuerza terrible había lanzado a Eos sobre la tierra de los hombres.

En el horno de un viejo poblado, donde las mujeres llevaban sus masas de pan para cocer,  sus magdalenas y sus bizcochos,  la joven apareció desvanecida sobre un saco de harina. Los pómulos estaban blancos a causa de la palidez y de la harina, que estaba esparcida por toda la ropa y el suelo.  Las miradas perplejas de los que allí se encontraban se clavaban en ella sin dar crédito a lo que estaban viendo.

– ¡Ahora que había tanto trabajo! – exclamó el hombre con vehemencia levantándole la cabeza, mientras las clientas miraban curiosas a la muchacha recostada en el frió empedrado  – ¿No serás una ladrona? ¿Y querías robar el pan o algún bizcocho en un descuido?

         No acertaba a saber donde estaba, solo veía aquellas caras con mirada acusadora encima de ella.

         – No ve, que está mareada -le dijo una de las mujeres con fastidio- seguramente es una pobre hambrienta.

          -Entonces le daré de comer, pero tendrá que venir otro día a trabajar para resarcirme del desastre que ha hecho en mi establecimiento. Toda la harina que hay en el suelo ya no la podré aprovechar.

         Eos se puso en pie algo mas recuperada, y explicó que se había perdido y no recordaba nada anterior a su caída en la panadería. Una de las mujeres la llevó hasta una posada próxima y consiguió que le dieran una habitación. La posadera era rechoncha, de no muy buenos modales, pero se tranquilizó al saber que la joven iba a trabajar en la panadería y le podría pagar por el alojamiento. Le  reprochó que le  estuviera ensuciando la entrada con la harina que se desprendía de su ropa y después la condujo a la habitación. Cuando estuvo sola se sentó en una mecedora que había junto a la ventana, y solo tuvo ganas de mirar el cielo con ojos alicaídos, no recordaba nada de su vida anterior, pero se sentía triste, tan triste como los viajeros perdidos en las oscuras noches de invierno.

Eos se había contagiado de la desesperanza de los hombres, acudía a su trabajo en la panadería con resignación, cargando pesados sacos de harina y curtiendo sus delicadas manos entre los hornos y sus altas temperaturas. Después llegaba cansada a la posada y se sentaba delante de la ventana añorando, no sabía el que.

Los días en Ceres se volvieron grises; el amanecer era lúgubre y un muchacho aguardaba cerca del cauce del río a que llegara de nuevo el alba con su rostro sonriente y su voz dulce ofreciéndole fruta recién cogida. Pero los días pasaban cargados de la desesperanza y la tristeza de Eos.

         Panacea y Danna estaban desconsoladas observando a su hermana pequeña a través del cristal del mundo como iba combatiendo días sin sentido, con los ojos rotos por el llanto.

         Pidieron ayuda a los druidas del bosque y todos unieron sus fuerzas para poder regalarle bellas puestas de sol. Pero nada parecía suficiente, los colores violáceos del horizonte le deslumbraban la cara  cuando cansada y sin esperanza se sentaba delante de la ventana.

Panacea y Danna decidieron emprender un largo viaje en busca del mundo donde habitaban las musas. Cuando estuvieron ante ellas les explicaron su pesar. Clío la de la voz bella se apiadó de las tres hadas y decidió ayudarles. 

Susurró palabras al oído durante las noches de vigilia a la triste Eos hasta convencerla de que escribiera sus pesares y se liberase de ellos.

Eos se levantó en una de aquellas noches y sintió deseos de escribir sobre lo que le apenaba.

Tengo añoranza de caminar por campos verdes de hierba.            

Esperando encontrar un lugar donde se escuche el arrullo del río.

Tengo añoranza de repartir tenues rayos sobre la tierra que ilumine las mañanas de los desdichados...

 Eos había conseguido encontrar la única conexión posible entre los humanos y el  mundo de Ceres, se había encontrado a si misma en aquel mundo de incertidumbre. Una lluvia de estrellas la envolvió y de repente se vio en su cabaña rodeada de sus hermanas, que  corrieron a abrazarle con gran dicha.

La muchacha comprendió todo lo que le había pasado y supo que al dejarse vencer había aumentado el tiempo de estar separada de su verdadero hogar. “Los niños miraban a la profesora absortos, habían estado tan concentrados que el tiempo les pasó deprisa; no se habían dado cuenta de que era la hora de salir. En aquel momento todos parecían iguales, incluso Claudia había olvidado sus problemas y se mostraba como una niña feliz.

La profesora nunca mas volvió por aquel colegio, pero los días se fueron convirtiendo en mas llevaderos porque como Eos, también Claudia comenzó a escribir lo que le apenaba, teniendo la ilusión de que tal vez una musa le susurrara al oído. Después descubrió que había otros niños que como ella se sentían solos, y decidió acercarse a ellos para jugar. No pasó mucho tiempo hasta sus risas y sus voces se sintieran en el patio del colegio compartiendo los juegos, sin importarles lo que pensaran los demás.

         Pasaron largos años y Claudia no dejó nunca de escribir, había escrito numerosos cuentos de hadas y criaturas mágicas para acompañar las tardes tediosas de los niños que se sintieron solos alguna vez.

         En la presentación de su nuevo libro – La Pequeña Hada – le pareció ver entre el gentío a una mujer con ropa y peinado desfasado, como si fuera de otra época, un bolso algo raído, y una sonrisa que a pesar de haber envejecido seguía teniendo la misma calidez.

         Quiso caminar hasta ella apresuradamente, pero la gente que le quería saludar se lo impedía, abrazándole y pidiéndole que le firmase la obra. Al final pudo llegar.

         – Usted no se acordará de mí – le dijo – Sólo le quería decir que una vez me contó un cuento que cambió mi vida.

         La vieja profesora sonrió pero antes de que le pudiera contestar, otras personas reclamaron a Claudia y la  apartaron de ella.

         La profesora la vio alejarse rodeada de toda aquella gente, a través de los pequeños y redondos cristales de sus gafas,  y dijo en voz baja:

–Ya lo sé pequeña Eos, ya lo sé...

 

©(Registro de obra inédita: Carmen Sánchez- Charo Bolívar

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