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Presentamos hoy , un fragmento del libro "Diminuto contra los fantasmas", de Liliana Cinetto, perteneciente a la colección Leer es Genial, Ed. Santillana. Agosto de 2005.

7 Calderos Mágicos agradecen especialmente a la autora y a la Editorial Alfaguara por permitirnos publicar, un adelanto del libro que saldrá a la venta próximamente.

Capítulo 3. (En el que explico cómo era la casa de la tía Dolores y lo que nos pasó en ella) 

Decir vieja es poco. “La escondida” más que vieja era un fósil. No la construyeron en la época de la prehistoria sólo porque los cavernícolas no sabían construir casas. Pero, además, se hallaba en un estado calamitoso. Con las persianas rotas, la pintura descascarada, la puerta torcida, las macetas rajadas y varias sillas sin patas tiradas en la galería. Eso sin contar que era un adefesio horrendo, un engendro arquitectónico, un mamarracho de mal gusto. No tenía dos ventanas iguales, ni siquiera parecidas, y el piso era un muestrario de materiales: un pedacito de azulejos rojos acá, otro de cerámicas verdes allá, una parte de baldosas negras, otra de quién sabe qué... El techo tenía tantos agujeros que parecía una rodaja de queso gruyere. Las paredes, cubiertas de moho verde, estaban tan chuecas que me hicieron acordar a la torre de Pisa de Italia, esa que está a punto de caerse. Ni hablar del polvo ni de las telas de araña que colgaban como guirnaldas por todos lados. O de la selva amazónica que crecía en lo que alguna vez había sido un jardín y en la que ahora pululaban unos yuyos indefinidos, pero de tamaño gigantesco, y varias plantas que, por el aspecto y porque las había puesto mi tía Dolores, debían ser carnívoras.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó mi mamá, mientras decidía si se desmayaba o sufría un ataque de nervios.

Mi papá no contestó nada, no sólo porque no es creativo para dar respuestas, sino porque estaba tan sorprendido que no podía emitir sonido alguno. Carolina, como de costumbre, no hacía otra cosa más que estornudar.

—¿Y si nos vamos a la playa o, aunque sea, nos volvemos a casa? —sugerí.

—Ya es demasiado tarde —dijo mi papá.

—Y tu padre estará cansado de manejar tantas horas —agregó mi mamá.

—¡Atchís! —estornudó mi hermana.

—¿Y no habrá un hotel en el pueblo? —insistí yo, que era especialista en insistir y que quería salir lo antes posible de esa casa que parecía la de Los locos Adams o la de los Monsters.

—Creo que es lo mejor —respondió mi mamá—. Mañana decidiremos qué hacer.

Pensé que, al fin, la suerte estaba de nuestro lado, pero me equivoqué, porque el auto no arrancó. Mi papá intentó todo: abrió el motor, le revisó el aceite, le puso agua al radiador, le ajustó no sé qué cosas y lo insultó en, por lo menos, ocho idiomas diferentes. El auto no hizo ni un ruidito. Yo era capaz de hacer lo que fuera con tal de abandonar ese tugurio apestoso: caminar hasta el pueblo, ir de rodillas e incluso llevar a Carolina a upa. Pero por más que seguí insistiendo, no nos quedó más remedio que quedarnos allí a pasar la noche.

Sin embargo, no fue tan sencillo como pensamos. Porque además de torcida, la puerta estaba trabada. Fue imposible abrirla con las llaves oxidadas que nos había dado la tía Dolores. Ni siquiera las patadas de mi papá (que a esa altura ya había perdido la paciencia) lograron derribarla. Tuvimos que entrar por una ventana haciendo equilibrio.

Tal como imaginaba, la parte de adentro de la casa era peor que la de afuera. Había unos sillones apolillados, una mesa cubierta de polvo, adornos horrorosos, cuadros con los retratos de todos los ancestros de la tía Dolores y unos bichos del tamaño de un elefante (que, además, se parecían a los ancestros de la tía Dolores).

—Vamos arriba a buscar un dormitorio —propuso mi mamá.

Papá sacó la linterna y subimos la escalera, esquivando los agujeros y las tablas flojas. Diminuto iba adelante y olía todo. Por momentos, gruñía desconfiado y pensé que, quizás, había algún gato vagabundo instalado en esa pocilga asquerosa.

Finalmente, llegamos al primer piso y, después de revisar un par de cuartos llenos de cachivaches y muebles antiguos, encontramos dos habitaciones que estaban inexplicablemente más limpias y en mejor estado que el resto de la casa.

—Federico, vas a dormir por hoy con tu hermana —dijo mi mamá.

—Yo no quiero estar con él y no puedo dormir acá... ¡atchís! —protestaba Carolina—. Debe haber cucarachas y ratones... ¡atchís!

En realidad, yo prefería dormir con cucarachas y ratones antes que con la cascarrabias de mi hermana. Es más: prefería dormir con tarántulas asesinas antes que con ella, porque, entre sus protestas y sus estornudos, no iba a dejarme pegar un ojo en toda la noche. De todos modos, no había posibilidad de elección y, además, estaba seguro de que hasta los ratones y las cucarachas tendrían más dignidad que nosotros y dormirían en otro lado menos deprimente.

Papá había traído las bolsas de dormir (porque no será creativo, pero es previsor). Así que, por lo menos, zafamos de acostarnos en el suelo o en esas camas tan viejas en las que, seguramente, se podía encontrar toda clase de bicharracos, una momia egipcia e, incluso, los restos del esqueleto de un dinosaurio extinguido hace millones de años.

Mientras Carolina seguía quejándose con mi mamá porque no quería pasar la noche en ese sitio y ¡atchís! menos que menos conmigo que ¡atchís! sólo iba a molestarla y a asustarla y ¡atchís!... busqué un rinconcito cerca de la ventana, porque allí entraba un poco de claridad de la luna llena. Extendí mi bolsa en el suelo, después de sacudir un poco el piso (con la bolsa de dormir de mi hermana, claro, que de todos modos estaba protestando con mi mamá y no se iba a dar cuenta).

Me metí en la bolsa y Diminuto se acomodó a mi lado, pero no se quedaba quieto. Iba y venía nervioso, gruñía, mostraba los dientes y me tocaba con la pata, como si quisiera decirme o mostrarme algo.

—¿Qué pasa, Diminuto? —le dije, mientras le hacía mimos detrás de las orejas para tranquilizarlo—. ¿Hay algún gato por ahí? ¿Extrañás tu cucha de caja de fósforos? ¿O es que vos tampoco querés aguantar a Carolina?

—Te escuché, Federico —dijo mi hermana que, justo en ese momento, entraba derrotada después de quejarse sin éxito con mi mamá—. Y te advierto que ¡atchís! si me molestás o empezás con tus cuentitos de miedo ¡atchís!, voy a ir a decirles a mamá y a papá que ¡atchís!...

Las protestas y los estornudos de Carolina continuaron durante media hora más, hasta que ella misma, agotada de oírse o cansada por el viaje, se calló la boca y se fue quedando dormida. Sólo algún estornudo aislado rompía el silencio. A mí también se me cerraban los ojos, mientras seguía acariciando a Diminuto que, por fin, se había calmado. Y así estábamos de lo más tranquilos, cuando escuchamos los primeros ruidos.

Del libro: "Diminuto contra los fantasmas"

© Editorial Santillana 2005

Autora: Liliana Cinetto

 

Publicado con autorización escrita de la autora del libro

y de la Editorial Alfaguara para "7 Calderos Mágicos"

©Todos los derechos reservados.

Nuestro agradecimiento a la Editorial Alfaguara ©

 

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