HABÍA OTRA VEZ

(El tiempo de los cuentos)

Dice Graciela Montes, en uno de sus artículos, que el lector de un cuento le presta a este su voz interior y que solo en ese tiempo el cuento vive. El tiempo de los cuentos: tema que da para pensar.

          Sumergida como vivo en cuestiones por el estilo (sumergida y, a veces, naufragada), acuso recibo de esta idea y, como primera medida, me voy por las ramas. Por una de las ramas del texto de Graciela Montes,  me voy fuera de él y me instalo en un recuerdo muy fresquito, de la semana pasada apenas.

         Me veo viajando en tren de Longcahmps a Gerli. Es diciembre, pasado el mediodía, hace mucho calor y viajo porque me invitaron a contar cuentos en una EGB que transita la efervescente última semana de clases. El auditorio: un grupo de preadolescentes de 7° año que salen mañana para su Viaje de Egresados. A no dudarlo, han de tener el corazón puesto en los bolsos que van a preparar hoy a la tarde.

         Momento poco propicio, me digo desde hace días. Ellos no me conocen, ni siquiera me esperan. Y no encuentro cuento apropiado para la ocasión. Como cualquier otra coyuntura adversa, el caso me estimula y me pone nerviosa. En fin, para salir del brete he optado por hacerlo más difícil (una forma como otra cualquiera de huír hacia delante). Quiero llevarlos a un paseo de evocación por la infancia que están dejando. ¡Ay! Se me dibujan imaginables caras de burla de 12 y 13 años. Las espanto, pero vuelven.

         Con un nudo en el esófago y dos más a la altura del píloro entro al aula de guardapolvos escritos, mechas largas, ojitos sobradores y bigotes incipientes. Los pocos que me miran tienen cara de ¿qué vende? Los demás tienen otras caras que no vienen al caso. Ni al caso ni al queso, porque no me miran.

         Soy presentada más rápido de lo que tardo en encontrar sosiego. ¿Y ahora? Por decir algo antes de hablar- ejercicio absurdo que practico a diario- cuento que venía de Longchamps a Gerli pensando en que me iban a mirar precisamente con las caras que me miran y con las que no me miran. Sé que es inútil pedirle a la tierra que me trague, que no me va a tragar por mucho que le insista. Y, para colmo de mis males, ¿qué les vengo a traer de extraordinario? Palabras y solo eso.

         Bueno, pero no hay necesidad de desanimarse así tampoco- reflexiono en voz alta- porque todo el mundo sabe que las palabras tienen magia. ¡Vamos! ¿A quién se lo voy a hacer creer? ¿A ellos? Pero ¡si han visto a David Copperfield por TV! ¿Lo vieron esfumando aviones, desvaneciendo trenes y atravesando la mismísima Muralla China? Lo vieron, sí. Eso es lo que se dice magia. ¿Quién me va a creer que las palabras que traigo…?

Y sin embargo, sí. Las que traigo y las que no traigo. Todas.

         Pruebas al canto elijo una. Es tal vez la más vista y oída en una escuela. La elijo y la anoto en el pizarrón temblando y creyendo que no se me nota: CASA.

         Trato de no mirarles los ojitos que presumo achinados de burla, trago saliva que a duras penas atraviesa mis tres nudos y pido que cada cual elija una casa que conozca muy bien. Que la maestra también juegue, por favor. Pero que nadie diga lo que eligió y que todos se ubiquen “con los ojos de adentro” en la puerta de esa casa que han elegido. Aguardo un poco a que se instalen y pregunto qué ven.

         Me lo esperaba: nadie empieza. Risitas que se cruzan, una silla se corre, alguien que perdió algo bajo la mesa, varias caras que giran revelando las respectivas nucas. Una regla amarilla se levanta sobre el nivel de las cabezas. ¿Un voluntario? Error: la regla apunta a la maestra. Acaban de mandarla literalmente “al frente” y al frente va. Salvando la situación describe: un portón verde de rejas, un pino viejo, una puerta marrón, un pasillo hacia el fondo con hamacas atrás. ¿Se pueden ver desde la puerta de la casa las hamacas? Sí, sí se ven… y también una nenita que se adelanta por el pasillo.

         ¡Bueno! ¿Y alguno vio lo mismo que la maestra? Ah, parece que no. Donde ella vio un pino, aquel otro vio un sauce. Donde este miró lajas, aquel pisó vereda de ladrillo. Y donde aquélla olió malvones, éste ha tocado margaritas. El asunto marcha. Respiro con menos dificultad cuando llega el momento de pararse frente a la puerta de la casa, empujarla y entrar. Entran a salas distintas y a cocinas que huelen a comidas diversas, cocinas donde habita gente diferente ocupada en variadas tareas hasta que, recorrida la casa, se sale de ella por la otra puerta. Se sale al fondo y se sale a los múltiples patios de atrás.

         Si serán mágicas las palabras-digo- … si serán mágicas que habiendo escrito ahí una CASA sola, acabamos de ver, de oler y de tocar tantas casas como chicos hay presentes, la maestra incluida y yo también.

         La magia de las palabras está instalada. Las miradas se han suspendido en el aire. Piso por fin terreno conocido. Respiramos atmósfera de encantamiento. Ahora ya podemos ponernos a viajar por el tiempo trepados al hechizo de las palabras. Qué medio de transporte tan veloz…

         ¿Cuántos años queremos tener? ¿seis? ¿cinco? ¿cuatro? La elección me sorprende: la mayoría elige tres.

         Bien, tres años entonces y buscamos un lugar en el patio del fondo de la casa donde vivíamos a esa edad. Para muchos es la misma casa. Un sitio sobre las baldosas, en el patio, junto a alguna maceta, donde nos guste más. Cerramos los ojos. Es de noche. Hay estrellas y bichitos y el olor de la planta que tenemos más cerca.

         En ese patio de nuestros tres añitos, alguien nos va a contar una historia. Y a estos púberes de 12-13 años que acaban de olvidarse de intercambiar risitas, les leo este cuento de María Rosa Mó:

 

         Ricardo juega a que es un sapo. Croa y croa a la luna. La luna lo mira y piensa:

-Este no es un sapo, este es un Ricardo.

Ricardo salta en cuatro patas y se pone verde.

La mamá lo llama y él dice:

-No puedo, soy un sapo.

Entonces la luna ilumina un charco del que salen dos sapitos saltones. Se acercan

por atrás de Ricardo:

         -Croac, croac.

         Y Ricardo pega un salto que roza la luna.

         En dos piernas de Ricardo dispara palabrotas.

         Y se va corriendo dentro de la casa.

         Lejos de los sapos que croan verde, como sapos.

 

         Han escuchado el cuento de… un nene y dos sapitos. Y lo han oído sin pestañear, sin cruzar una sola mirada. Yo siento desatados mis tres nudos porque ellos no tienen 13 años ni 12, ni están aquí en la escuela, ni son las dos de la tarde, ni se encuentra su infancia en trance de terminar, sino que ahora tenemos muchísimo tiempo para recorrerla porque, de aquí a mañana cuando salga el micro, todavía faltan 9 años o 10.

          “El cuento está hecho de palabras…”, sigue diciendo Graciela Montes en su artículo y, como explicando esta experiencia con los chicos de Gerli, agrega: “…por eso es una ilusión tan especial”. Define la ilusión como un “hacer de mentira”, “hacer como si”.

         El cuento se instala en el tiempo del “dale que”, entonces es cuando le prestamos su voz interior y solo en ese tiempo el cuento vive.

         ¿Qué pasó esa tarde? Seguramente la palabra CASA resonó en cada uno activando vivencias personales y luego, por la vía del cuento, a cada cual se le abrió su historia. El cuento fue el salvoconducto para recorrerla y la experiencia nos atrapó a todos porque sustituimos los significados de María Rosa Mó por los nuestros.

         Las palabras se hicieron resonantes, transparentaron a cada oyente. La vivencia del mundo de cada uno salió a flote y escuchar el cuento pasó a ser cosa de emoción. Lo que contaba, en un sentido doble, era lo que estaba pasando por la sensibilidad de cada quien. Por eso el cuento se convirtió en un medio de transporte.

         Una verdad saltó como evidente: escuchar o leer un cuento nos instala en otra suerte de tiempo. Si está guardado entre las tapas de un libro, aparece chatito ahí, aplastado contra el papel, en dos dimensiones, reducido a la condición de objeto. Pero su manera de estar tiene mucho de espera porque los cuentos viven “de prestado” y han de esperar que alguien les preste su voz interior y su tiempo- dice Graciela Montes- para poder vivir.

         Pero ¿cuántas vidas tiene un cuento? ¿cuántas veces se puede jugar al “dale que”? ¿cuántas veces se puede entrar y salir de la ilusión?

         ¿Había una vez? ¿o había también otras veces? ¿Cuántas veces había? Y cuando, sin leerlo de nuevo, lo evocamos saboreándolo ¿acaso no volvemos a entrar en él? Aunque el momento de lectura haya pasado, este segundo momento (que ahora es de evocación) ¿no nos remite al primero? Es la vivencia de un tiempo que no es el presente, pero vale “como si”.

         El cuento pasa entonces a gozar de una “vida intermitente” que pierde con el colorín colorado y recupera cada vez que volvemos al sabor de la vez inicial. Sabor que vuelve convertido en había otra, y otra y otra vez. ¿Cuántas veces había?

         Le presto mi tiempo al cuento. Se lo presto de a ratos. Se lo presto y lo recupero. Y se lo puedo volver a prestar. A entrar y salir. Pero entonces ¿a qué edad conviene un cuento dado? ¿Para qué edad es el cuento de Ricardo y los sapitos? ¿Para tre? ¿trece? ¿treinta y uno? ¿sesenta y tres?

         Leer o escuchar un cuento me saca del tiempo y releer me hace recuperar tiempos que creía pasados. El había una vez hace patente la certeza de que, las veces que había las sigue habiendo, las hay. Es que no puedo decir que “tuve” tres años porque los tres años que tuve todavía los tengo. Y también los cinco, y los ocho, y…

         Los años tienen una manera de pasar que consiste en quedarse. Por eso es que se puede a los doce, a los treinta o a los noventa y uno, mirar con ojos de tres años, escuchar con oídos de tres. Y “la sensación de tener dos edades al mismo tiempo es deliciosa” (1).

         Concebimos el tiempo cotidiano de una manera más o menos lineal donde todo suceso pasado ya no vuelve, ya fue. Pero el tiempo que le presto al cuento no es lineal. Va y viene. Retrocede y avanza. Se condensa. Se dilata. Salta. Muy parecido al tiempo de los sueños, ¿de los en-sueños?

         El cuento vuelve loco mi reloj, desordena mi almanaque, baraja mi biografía como un mazo de naipes. Con destreza de ilusionista puede hacer salir el 3 después del 12. Y saltar al 8, al 24, al 6.

         Se parece, además, a una partitura, pero resulta que quien la escucha es el intérprete y el instrumento a la vez. Es que el cuento solo canta en el oyente, en el lector. Canta-en por eso en-canta. Y en-canta mientras canta. Cuando vuelve a cantar, vuelve a en-cantar.

Crea la ilusión y la crea de tal modo que el destinatario, además de ser el en-cantado, es el en-cantante. El ejecutante. Un intérprete que deviene artista a la manera de quien creó la partitura. Y que se pide bis a sí mismo para volverse a en-cantar.

         Pasividad de espera tiene el cuento. Quietud de anzuelo. Si pico, le doy mi tiempo. Se lo adueña y, mientras lo dejo, hace y deshace con él. En cuanto le presto mi voz, le estoy prestando la voz de la edad que sea. En el cuento-anzuelo pica mi voz. Según el anzuelo es lo que pica. Pican los 3 o pican los 10 porque todos mis años permanecen conmigo.

         Será por eso que escuchar o leer un cuento no es un gasto de tiempo, sino más bien una inversión. Deposito mi tiempo en la cuenta del cuento y obtengo más tiempo. Es que esa cuenta crece tanto con los depósitos como con las extracciones y que, incluso, cuanto más extraigo, crece más.

         Tiempo es dinero, reza la sentencia que desde hace rato nos estropea la vida.

         Cuento es tiempo, sentimos esa tarde calurosa de diciembre, en-cantados y en-cantantes del cuento de los sapitos, los chicos de 7°, la maestra y yo.

 

Publicado con autorización

de las autoras:  Iris Rivera       

 Elena Lucchetti

 

MONTES, Graciela. “La nuez que es y que no es. Primeros encuentros con los mundos imaginarios” Cuadernos de ALIJA.

 

Longchamps y Gerli son localidades del conurbano bonaerense.

 

MÓ, María Rosa, autora argentina contemporánea.

 

CLEARY, Beverly, autora estadounidense de Literatura infantil

 

 

Iris Rivera

Elena Luchetti

 

 

 

No dejes de recorrer en este sitio:

CONTENIDOS * SALA DE LECTURA * SALA DE TRABAJO * AUTORES *

CONCURSOS LITERARIOS * PUBLICACIONES *RESEÑAS * LEYENDAS * TRABALENGUAS* CUENTOS * POESÍAS * TRADICIÓN ORAL * ADIVINANZAS * REFRANES * FÁBULAS *COLMOS *TABLON DE ANUNCIOS * NOVEDADES EDITORIALES * REPORTAJES

 

 

 

 

Elena Luchetti

Nacionalidad: argentina.

E-mail: luchetticalamita@infovia.com.ar

Antecedentes profesionales: Maestra. Profesora en Letras. Licenciada en Ciencias

de la Educación. Se desempeña como Directora de EGB y Profesora en Institutos de     Formación Docente. Trabajó como editora.

Autora de: Piedra libre a los contenidos procedimentales, El diagnóstico en el aula, La transformación educativa y la enseñanza de la Lengua, Pensar en el Jardín, Manual de Operaciones de Pensamiento, Manual de Comprensión lectora, Enciclopedia de mis primeros temas escolares, entre otros.

Publicó y plublica artículos en revistas especializadas del país y del exterior.

 

 

Iris Rivera

Nacionalidad: argentina.

E-mail: irisrivera@arnet.com.ar

Antecedentes profesionales: Maestra. Profesora en Filosofía y Ciencias de la Educación.

Autora de textos literarios e informativos para niños. Colaboradora de las Revistas AZ diez y Billiken. Coordina Talleres de lectura y escritura dirigidos a   adultos, adolescentes y niños en general y a docentes en particular. Escribió: El Señor Medina, La nena de las Estampitas, La casa del árbol, Aire de Familia, Relatos Relocos,  Sacá la lengua, Manos Brujas, Cuentos con tías, Los viejitos de la casa, entre otros. Coautora de: Crónicas de la escuela, Los libros del Caracol, Qué me cuenta maestro, entre otros.