“Lunáticos (o Dueño y mascota)”

 A mi gata Luna le gusta dormir no menos de veintidós horas por día (aproximadamente).

Sobre todo, en un almohadón que está encima de una silla en la cocina. Y a veces también en la pequeña cornisa que asoma sobre el jardín. Y es mejor que duerma, porque si no, anda todo el día con un humor de perros, o mejor dicho, con un mal humor de gatos.

Ayer era un día de sol y yo estaba barriendo la cocina. Como corresponde, quise correr a Luna del lugar en el que duerme habitualmente porque me llena de pelos la silla, la almohada y todo lo que está a su alrededor.

Después el pelo vuela con el vientito y anda rodando por la casa como la paja en esas películas de cowboys que pasan los sábados a la tarde en la televisión.

 Además, cuando llega la tía Purita, antes de saludar siquiera ya empieza a estornudar. Y estornuda y estornuda toda la mañana, y yo tengo que andar detrás de ella alcanzándole pañuelos de papel. La verdad, es una situación bastante escandalosa.

De vez en cuando, mi tía deja de estornudar, levanta el dedo y me acusa: “Vos y ese gato”.

“Gata”, le digo yo, no sea cosa que Luna la escuche, y se ofenda.

 

*   *   *

 Ayer, cuando estaba barriendo la cocina y quise sacar a Luna de su lugar habitual, tuve que despertarla. Entonces se rebeló, se negó a levantarse de la silla y me dijo con su lógica tan particular:

“Mire si me muevo y me canso.  Si me canso y me estreso.  Si me estreso y me enfermo... Piense: ¿no se da cuenta de que me puedo extinguir?”.

Luna a veces dice cosas in-cre-í-bles.

Es haragana, es caprichosa. Tiene muchos recursos para aprovecharse de mí.

Eso sí: siempre nos hemos tratado de usted. Cada dos por tres me saca de las casillas, pero con el debido respeto.

El resultado de nuestra conversación -en fin, de su monólogo- fue no sólo que terminó acostada en el mismo lugar mientras yo barría su lluvia de pelos, sino que al rato se despertó y me pidió que le hiciera la leche.

¿Saben lo que es cocinar encerrado en la cocina, con una gata sobre los hombros –esto es algo que me ha sucedido demasiadas veces-, hambrienta como una leona en el desierto?... Si me negaba a su pedido, seguramente se iba a enojar.

Pero no se enojó. Me miró con esos ojos lastimeros, seductores que sólo ella puede tener, y me dijo: “Déle. Se lo pido por el tigre que un día seré”.

Me logró confundir.

Pensé en ese momento en la evolución de las especies: en el mono que a través de miles de milenios llegó a ser hombre; en que todos los días vemos el cambio del huevo al pollito y del pollito al gallo, etcétera.

¿No podría ser Luna, acaso, dentro de unos años, la atracción de un zoológico o de un circo, convertida finalmente en un felino de gran porte, de tamaño majestuoso...?

Me sentí orgulloso, pensé: “No tengo un gato, ¡tengo un pichón de tigre! Es que toda mascota se parece a su dueño: mi gato sale aguerrido, como yo, que soy un hombre de convicciones firmes, o como dicen en el campo: ‘Hijo 'e tigre, overo has de ser’ ".

 

*   *   *

Al final siempre me logra convencer: la dejé en su lugar en la silla, le preparé la leche (tibia, con una gotita de miel, una hoja de menta y servida en un plato de cerámica que lleva su nombre).

Pensé que tía Purita podría ver a Luna -de lejos-, en un futuro que imaginé glorioso: la tía sentada en una grada del circo o en un banco en el zoo y Luna, convertida en tigresa, durmiendo en su jaula veintidós horas por día, al menos.

Quizás tía Purita no volviera a estornudar entonces un-estornudo-tras-otro, respetando las normas que guían el comportamiento de las señoritas educadas en los espacios públicos.

Quizás pudiera, en mi caso: barrer la cocina, limpiar la cornisa ¡sin la nube de pelos de gato flotando como hojas llevadas por el viento!

Después pensé mejor en Luna: no la deseé en cautiverio, la imaginé libre de la prisión del zoológico o del circo. La imaginé imponente con sus fauces felinas, gozando de su libertad en Bengala, bajo el sol de la India, o andando bajo otra luna por las estepas de Siberia. La vi grandiosa en los confines de la patria, convertida en un tigre criollo: “Luna, la yaguareté”.

Lloriqueé pensando en cuánto, en cuánto la íbamos a extrañar.

Fue entonces cuando terminó mi ensueño: Luna, la gata, se estiró sobre su asiento, llevó lejos de sí con la patita el plato con la leche que acababa de tomar, bostezó un largo rato y me dijo: “¿No me rascaría detrás de la oreja derecha con su dedo pulgar? Y que sea en este preciso momento, mire, lo único que le pido”.

En ese instante quise, de veras, verla convertida en tigresa y que un día se fuera -al menos de vacaciones- a la selva misionera o a la estepa siberiana o adonde sea.

¡Sólo para poder descansar! 

 

BEATRIZ ACTIS

Publicado en

Todas las lunas son mías. Colección LA FLOR DE LA CANELA

Homo Sapiens Ediciones

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